No es tan dañoso oír lo superficial como dejar de oír lo necesario.(Marcus Fabis Quintiliano)

Allons ...

| 24.9.11

Sólo esperábamos para actuar el gesto de indignación que hoy suena por doquier». -Palabras de Robespierre en «La muerte de Danton», de Georg Büchner


Empecemos por decir que seguramente habrá nuevas revoluciones en el mundo, pues la historia no ha terminado, a pesar de los funestos vaticinios que formuló la derecha a raíz de la caída estruendosa de los regímenes del que se llamó «socialismo real»; y ya es cierto que en distintos lugares del mundo se anuncian nuevas y fundadas esperanzas, sobre todo en América Latina, de transformaciones sociales de gran envergadura bajo el signo de un neosocialismo que ha de tener en cuenta las lecciones de la Historia, en la que las revoluciones se han implantado acompañadas siempre de sufrimientos.

Incluso tocando «lo sublime» han pisado con frecuencia el pavimento del horror, y así Kant pudo hablar ante la Revolución Francesa de un sentimiento «rayano en el entusiasmo» y, en el mismo momento histórico, convivir con el funcionamiento inmisericorde de la guillotina. La ejecución de Luis XVI y María Antonieta pudo entenderse como el descabezamiento simbólico de la Monarquía, pero en aquella cesta cayeron también las cabezas de grandes líderes de la misma revolución, como Danton y Robespierre, y 82 colaboradores de éste, que se cuentan entre los padres, a su vez, de aquel Terror. ¿Es que ha de ser así? ¿Las revoluciones han de quedar siempre teñidas de sangre?

No me parece que haya de ser así, y creo que esa idea hay que empezar a combatirla desde ahora mismo. (Yo acepté hace mucho tiempo la de que las revoluciones son inevitablemente «procesos trágicos» y no pueden ser dulces transiciones de la injusticia a la justicia, y ello es por razón de la propia esencia del capitalismo, pero también mantuve ya que esos procesos son tragedias «abiertas» a la justicia, con las que es posible liberarse de la tragedia «cerrada» que es el orden social capitalista, sistema que hasta ahora sólo por la fuerza de las armas deja el poder a los oprimidos por ella.

Eso sigue siendo verdad hoy pero algún día dejará de serlo, y en ese sentido es preciso trabajar en la línea de un neosocialismo defensor de la paz en el mundo: una paz hoy por hoy armada pero ya antimilitarista y al servicio de la propia paz; hoy por hoy aún armada y capaz -por su formación y efectivos materiales y técnicos- de defender las conquistas sociales de las nuevas y más próximas revoluciones, pero desde ya, como digo, antimilitarista.

En fin, ya hoy me parece inconveniente el militarismo presuntamente «bolivariano» que se ha asentado en las filas del Ejército de Venezuela. Desde luego hay que empezar por quitarse bandas de colores, medallas y rituales rígidos y de desfilar con el paso de la oca heredado del militarismo «nazi». Todo eso han de encontrarlo detestable los soldados de las nuevas revoluciones hasta que llegue la feliz jornada futura de su desaparición y su incorporación a las tareas propias de la paz entre los seres humanos, que es la compañera, o quizás la hija mayor, de la justicia.

Me muevo pues, y creo que en el camino apropiado, hacia una revolución de hoy; pero camino tan distante y lejano del militarismo como del pacifismo a ultranza (ghandismo), aunque sé que unas eficaces Fuerzas Armadas serán durante mucho tiempo una institución preciosa en las revoluciones.

Con la noción de paz en la mano y en el corazón -y en compañía de Kant («La paz perpetua»)- me opongo a la de «pacificación», o sea a la noción «romana» de paz (Pax Romana), imperialista, cuyas guerras han ensangrentado con tanta frecuencia el mapa del mundo. (Aún hay gente sedicente de izquierda en Euskal Herria que clama «por la pacificación de Euskadi»; y aunque yo he podido apostar en mis artículos «contra la pacificación de Euskadi», veo que esa ambigüedad sigue existiendo). Y también sigo suscribiendo con entusiasmo la proclama «Ni guerra entre los pueblos ni paz entre las clases», y así mismo rechazo el terrorismo entendido como un uso indiscriminado de la violencia, ante la posibilidad de que determinadas acciones produzcan daños y víctimas «colaterales».

Yo no rechazo, pues, las guerras revolucionarias siempre que ellas sean necesarias y posibles, pero sí he de rechazar, claro, que, como se suele hacer desde el Poder de los ricos, se llame terrorismo a las guerras de liberación de los pobres, y guerras, más o menos «humanitarias», a las acciones terroristas de los ricos. En cuanto a la guillotina, su actividad siempre es injusta, y las revoluciones abolirán en el futuro y en cualquier caso, la pena de muerte.

Los revolucionarios tendrán muy a bien ser virtuosos y la corrupción se contará entre los mayores enemigos del nuevo mundo. Robespierre tenía grandes razones para predicar la virtud en la medida en que la política no es otra cosa que una dimensión muy social de la ética. No seguiremos a Robespierre hasta su fanatismo pero recordaremos de él que pensaba que «es necesario que el vicio sea castigado y que la virtud reine mediante el terror»; ahí lo abandonaremos, al lado del patíbulo. Büchner escribió este diálogo: Danton: «Robespierre, tú eres escandalosamente honesto». Robespierre: «Hay ciertas épocas en las que el vicio es alta traición». Tanto el uno como el otro estaban pisando el territorio peligroso que conducía a las gradas de la guillotina. Ambos eran honestos y ninguno de los dos jugaba al «progresismo», que es uno de los peores males en la realidad de los cambios revolucionarios, pues en él se alimenta la funesta hoguera de lo «políticamente correcto».

En estos últimos tiempos se ha adelantado al primer plano de lo «actual» el tema de la «indignación» ante las injusticias, y yo me he permitido recordar la insigne -e indignada- figura del gran irlandés Johnatan Swift, de quien dice la prologuista en castellano de sus «Irish Tracts» (La cuestión de Irlanda) que su «pasión por la libertad» se alternaba con una actitud de ambigüedad muy coherente, la de la indignación. Así fue que Swift, el más audaz defensor de Irlanda frente a los ingleses, es a su vez su más duro fiscal, y en su relación con ambos pueblos lo domina «una indignación salvaje» que no le impide, sino al contrario, cultivar el humor, como hizo en su obra maestra «Modesto Proyecto» para evitar que los niños de Irlanda sean una molestia para sus padres y para su país, del que ofrecemos aquí esta significativa muestra: «De un niño se pueden sacar dos platos para un banquete entre amigos y si la familia come sola, la pechuga y la pata son suficiente plato, y aderezados con un poco de sal y pimienta y hervidos, pueden estar muy sabrosos al cuarto día, sobre todo en invierno».

Sea válida esta muestra para animar a la práctica del humor entre los revolucionarios de las próximas generaciones, otro ingrediente que no nos ha sobrado hasta hoy y que no puede ser sustituido con malas palabras o con ocasionales chistes como suele hacerse empleando muy mal el vocabulario la mayor parte de las veces. El humor es una respiración del alma y deberíamos cuidarlo como a las niñas de nuestros ojos. Una revolución debe aportarnos también esa alegría y eso debemos tenerlo muy en cuenta, y que al entusiasmo y al optimismo habrá que sentarlos siempre que podamos a nuestras mesas, en las que normalmente ha habido demasiados rostros tristes y mucho énfasis retórico. (El actual alcalde de Donostia merece sin duda nuestro rendido beneplácito a este respecto).

También hemos de traer con nosotros las bellezas de nuestros lenguajes y la precisión -que ya es también belleza- de sus significados. Por ejemplo, no aceptaremos que alguien nos pida que les «vendamos Euskadi» aunque sea un turista con la buena intención de pedirnos que le ponderemos los encantos y virtualidades de este país. Estamos perdidos si dejamos a los mercaderes las palabras. Ensalcemos, pues, la poesía y pongámosla a gran altura. Siempre es tiempo para la poesía.

Gara

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